Sombras que anidan en el silencio. Adornando la calcon magia de nostalgia fenicida. Luces sombrías que inundáis mi iris de bellos abanicos, de blancos apagados y de luces perennes, decidle a la era del silencio que acalle el tumulto de los versos pecaminosos y que embarque sobre el ala de Venus hacia la sombra lúcida de una palmera del Feddán. Que la cal cubra con su manto el llanto de los siglos ya idos.
Sombras en el silencio encalado del Feddán, despertad de vuestro letargo otoñal e id en busca de los rayos que el sol ofrece a su inmensidad; buscad los aromas del cielo para colgarlo en vuestras ventanas y puertas de musgo secular; volad en busca de luces que limen los óxidos de los clavos cansados por su oxidada edad y decidle que la sombra del delirio oculta su túnica fragmentada con su manto de negra mortaja secular.
Ayer, la cal no se atrevía a acercarse a las encadenadas iras del tiempo que entre sus eslabones estaban enredadas mientras el verdor azulado de una puerta intentaba liberar sus pupilas de maldiciones de décadas de olvidos y de embrujos.
La brisa andalusí de Tetuán, una vez más, le negó a la férrea prosa una rima apropiada. Se desvanece el metal y se agrieta, en espera de magias que nunca le han de llegar y esas sombras se fueron diluyendo sobre la polvareda mugrienta del silencio. Quiso, la cal, de su letargo despertar tras la larga oscuridad de un sábado tenebroso; estaba cansada, colgándose de una pared oxidada por su cintura. Olía a incienso, los espíritus malignos se alejaban de la lujuriosa sombra que brotaba de la esencia de la tierra y se perdieron, juntos, por la amargura de los adoquines marchitos.
Tal vez renazca de sus dispersas cenizas la ciudad de Tetuán que yo adoro, la moza andalusí a la que el Dersa quiso arribar y plantar su arrabal, despojada de sus ajuares, con la sequedad de sus senos, con apagadas pupilas, con sus calles del enterrado Medievo, con su gente de mala muerte, con su oscurecido horizonte, con la ausencia de sus alturas, aun así, Tetuán me enloquece, soy su incondicional loco, sin sentido.
Pero, cuando me acerco a ella, la sombra morisca de la Medina tetuaní se esconde tras el manto mugriento de la cal andalusí. La buscan los dedos de mis dos manos bajo los arrabales del sol, pero ella, la sombra frágil, sigue asomando, tras su luz, para ver cómo me alejo de la magia de su alfombra de seda y marfil, entonando prosas profanas en su dolorido lacrimal.
… y cuando la luna extiende la virginidad del mejor manto de su ajuar, la ultrajada mar morisca de Tetuán deja extenderse sobre su dermis un infinito baile de sombras y de olas. Y entre los dedos de mis manos se irán escapando los filones de azahar y de sal, mis manos se alzarán al cielo en busca de sombras forajidas que de las palmeras pretenderán sobrevolar altamar, para volver a su Granada nupcial, para no volver nunca jamás. El óxido de una secular ancla amarrará su cuerpo a las cenizas de las almejas, renegando de la cuerda que lo ata a su destino, sin piedad y, a lo lejos, veré el horizonte escalar sobre las enojadas olas el cielo que cobija su oscuridad. Tal vez fue lamento, tal vez llanto… tan solo sé que, por culpa de esa mar, siento embrujado mi saciar.